¿Y si los controles aeroportuarios fueran más bien una cuestión de teatro de seguridad, cuya eficacia fuera sobre todo simbólica y social?
En la cola que conduce al puesto de control, en un aeropuerto, un ejecutivo se desabrocha el cinturón de seguridad con un gesto mecánico, una madre saca los biberones de su bolso, un turista suspira mientras se desabrocha los zapatos. Todos avanzan en un silencio puntuado por pitidos, apenas perturbado por el ruido de las taquillas en las cintas transportadoras. Esta escena se repite una y otra vez: según la Asociación de Transporte Aéreo Internacional, 4.890 millones de pasajeros viajaron en avión en 2024, lo que significa que más de 13 millones de personas pasan cada día por estas máquinas de control.
Podría considerarse un procedimiento técnico necesario. Sin embargo, observado con ojo antropológico, este momento banal revela una transformación de la identidad tan eficaz como discreta. Porque en estas colas ocurre algo extraño. Entramos como ciudadanos, consumidores, profesionales… y salimos como “pasajeros en tránsito”. Merece la pena detenerse en esta metamorfosis que estamos experimentando.
Mecánica de una transformación ritual
Lo primero que llama la atención es el despojo progresivo y sistemático. Objetos personales, ropa y símbolos de estatus desaparecen en contenedores de plástico estandarizados. La lógica parece arbitraria: ¿por qué zapatos y no ropa interior? ¿Por qué 100 ml y no 110 ml? Esta aparente incoherencia revela en realidad una función simbólica: crear un look despojado que incida en los atributos de la identidad social.
El etnógrafo Arnold van Gennep identificó ya en 1909 esta primera fase de los ritos de paso: la separación. El individuo debe abandonar su estado anterior, despojarse de lo que le definía en el mundo secular. Aquí, el ejecutivo atado se convierte en un cuerpo anónimo, despojado temporalmente de su traje y sometido al mismo escrutinio tecnológico que todos los demás. Esta igualación forzada no es un efecto secundario, sino el núcleo del proceso: prepara la transformación de la identidad neutralizando temporalmente las jerarquías sociales habituales.
Luego viene el examen: escáneres, detectores, preguntas sobre nuestras intenciones. “¿Por qué viaja? ¿A quién vas a ver? ¿Has hecho las maletas?”. Cada viajero se convierte temporalmente en sospechoso, teniendo que demostrar su inocencia. Esta inversión de la carga de la prueba -una inversión del principio fundamental de “inocente hasta que se demuestre lo contrario “- pasa desapercibida porque parece muy “lógica” en este contexto.
Esta fase corresponde a lo que Van Gennep llamó el periodo marginal o liminal, que el antropólogo Victor Turner desarrolló más tarde: un momento en el que el sujeto, privado de sus atributos sociales habituales, se encuentra en un estado de vulnerabilidad que lo hace maleable, listo para ser transformado. En este intermedio tecnológico, ya no somos del todo ciudadanos, aún no somos viajeros.
Por último, la reintegración, según el etnógrafo Arnold van Gennep: hemos sido admitidos en el espacio post-control. Nos hemos convertido oficialmente en “pasajeros” – un estatus que implica docilidad, paciencia y aceptación de limitaciones “por nuestra propia seguridad”. El espacio post-control, con sus duty free y sus cafés sobrevalorados, marca esta transformación: ya no somos ciudadanos que ejercen un derecho de circulación, sino consumidores globales en tránsito, doblemente desposeídos de nuestras raíces políticas y territoriales.
Un teatro de la seguridad paradójicamente eficaz
Estos dispositivos presentan una paradoja inquietante. Por un lado, detectan eficazmente objetos prohibidos (cuchillos olvidados, líquidos sospechosos) y actúan como un verdadero elemento disuasorio. Por otro, tienen dificultades ante las amenazas más sofisticadas: en 2015, los equipos de prueba estadounidenses lograron pasar armas ficticias en el 95 % de sus intentos.
En seis años (de 2007 a 2013), el programa estadounidense de detección del comportamiento SPOT costó 900 millones de dólares y no detectó ni un solo terrorista. No detectó a los únicos terroristas reales que pasaron por los aeropuertos, pero no hubo secuestros en Estados Unidos. Por tanto, el programa parece a la vez inútil (ninguna amenaza real) e ineficaz (fracaso ante amenazas reales).
Esta ineficacia operativa se ve agravada por un importante desequilibrio económico: según el ingeniero Mark Stewart y el politólogo John Mueller, las decenas de millones invertidos anualmente por aeropuerto generan tan poca reducción efectiva del riesgo de terrorismo que los costes superan con creces los beneficios esperados.
El experto en seguridad Bruce Schneier se refiere a esta lógica como “teatro de seguridad “: medidas cuya principal eficacia es tranquilizar al público en lugar de neutralizar las amenazas más graves. No se trata de una disfunción, sino de una respuesta racional a las expectativas sociales.
Tras un atentado, la opinión pública espera medidas visibles que, aunque de eficacia discutible, disipen los temores colectivos. El “teatro de la seguridad” responde a esta demanda produciendo una sensación de protección que ayuda a mantener la confianza en el sistema. Los investigadores Razaq Raj y Steve Wood (Leeds Beckett University) describen su tranquilizadora pero a veces discriminatoria puesta en escena en los aeropuertos.
Teniendo esto en cuenta, es fácil entender por qué estas medidas persisten y se están generalizando, a pesar de sus limitados resultados. Además, contribuyen a reforzar una aceptación tácita de la autoridad. Este fenómeno se basa sobre todo en el sesgo del statu quo, que nos encierra en sistemas ya establecidos, y en una dinámica social de demanda cada vez mayor de seguridad, sin vuelta atrás aparente.
El aprendizaje invisible de la docilidad
Porque estos controles nos enseñan algo más profundo de lo que parece. En primer lugar, nos enseñan a aceptar la vigilancia como algo normal, necesario e incluso benévolo. Esta habituación no se limita al aeropuerto: se traslada a otros contextos sociales. Aprendemos a “enseñar los papeles”, a justificar nuestros movimientos, a aceptar que nuestro cuerpo sea escrutado “por nuestro bien”.
El sistema también funciona invirtiendo la resistencia. La resistencia se convierte en sospecha: cualquiera que cuestione los procedimientos, rechace un registro adicional o se moleste por un retraso se transforma automáticamente en un “problema”. Esta clasificación moral binaria -pasajeros buenos y dóciles frente a pasajeros difíciles- convierte la crítica en un indicador de culpabilidad potencial.
A fuerza de repetirlos, estos gestos se convierten en parte de nuestros hábitos corporales. Anticipamos las restricciones: zapatos sin cordones, líquidos predosificados, ordenadores accesibles. Desarrollamos lo que el filósofo Michel Foucault llamó “cuerpos dóciles “: cuerpos entrenados por la disciplina que interiorizan las restricciones y facilitan su propio control.
Más allá del aeropuerto
Esta transformación no se limita a los aeropuertos. La pandemia ha introducido prácticas similares: atestados, pases, gestos que se han vuelto casi rituales.
Nos hemos acostumbrado a “enseñar los papeles” para acceder a los espacios públicos. Con cada choque colectivo, se introducen nuevas normas que tienen un efecto duradero en nuestros puntos de referencia.
En la misma línea, la obligación de descalzarse en el aeropuerto se remonta a un único intento de atentado: en diciembre de 2001, Richard Reid ocultó explosivos en sus zapatos. Un hombre, un fracaso… y veintitrés años después, miles de millones de viajeros repiten este gesto, que ya forma parte de la norma. Estos acontecimientos actúan como “mitos fundacionales” que naturalizan ciertas limitaciones.
El sociólogo Didier Fassin ha observado la aparición de un “gobierno moral” en el que la obediencia se convierte en prueba de ética. Cuestionar el control se convierte en un signo de irresponsabilidad cívica. Lo que hace notable esta evolución es que es en gran medida invisible. No vemos los rituales en acción, sólo experimentamos las “medidas necesarias”. Esta naturalización explica sin duda por qué estas transformaciones encuentran tan poca resistencia.
La antropología nos enseña que los rituales más eficaces son los que dejan de percibirse como tales. Se vuelven obvios, necesarios, indiscutibles. El sistema utiliza lo que el politólogo estadounidense Cass Sunstein llama ” sludge “: a diferencia del “nudge”, que fomenta sutilmente el buen comportamiento, el “sludge” funciona por fricción, haciendo que la resistencia sea más costosa que la cooperación. Los estudios de psicología social sobre la sumisión voluntaria demuestran que aceptamos más fácilmente las obligaciones si creemos que las elegimos. Al creer que decidimos libremente coger el avión, aceptamos libremente todas las limitaciones que conlleva.
Cuestionar lo obvio
Identificar estos mecanismos no significa que haya que denunciarlos u oponerse sistemáticamente a ellos. La seguridad colectiva tiene sus exigencias legítimas. Pero ser conscientes de estas transformaciones significa que podemos cuestionarlas y deliberar sobre ellas, en lugar de limitarnos a soportarlas.
Porque, como nos recordaba la filósofa Hannah Arendt, comprender el poder es ya redescubrir una capacidad de acción. Quizá sea eso lo que está en juego: no rechazar todas las limitaciones, sino mantener abierta la posibilidad de pensar sobre ellas.
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