70 años luego de la apertura de Disneyland, como ese parque cambió para siempre los viajes y la diversión

Setenta años después de su inauguración, el 17 de julio de 1955 en Anaheim (California), Disneyland es hoy más que nunca el prototipo de un nuevo tipo de industria, cuyas ramificaciones -globalización cultural, prácticas de gestión “performativas”, entretenimiento “posmoderno” y planificación urbana- siguen expandiéndose. Una mirada retrospectiva a un fenómeno que estaba llamado a revolucionar las prácticas de ocio.

Septiembre de 1959. Nikita Jruschov, en visita de Estado a los Estados Unidos, se ve impedido de visitar Disneyland por motivos de seguridad. Además de provocar la ira del dignatario soviético, este incidente diplomático menor refuerza la función simbólica del parque en la América de posguerra que, como una escapatoria temporal a las angustiosas realidades de la Guerra Fría, se establece de hecho como un santuario infranqueable al comunismo y sus emisarios. Tal es la influencia política y económica de una empresa —y con ella, de toda una industria— que, sin embargo, se preocupa por cultivar cierta despreocupación entre su público.

Con sus «lands» o territorios, dispuestos en abanico alrededor de su castillo de cuento de hadas y cuidadosamente tematizados en torno a los géneros cinematográficos que entonces dominaban la taquilla, Disneyland, inaugurado el 17 de julio de 1955 en Anaheim (California), proporciona al sector tanto su prototipo como su emblema.

Sin sorpresa, Disney ocupaba antes de la pandemia de COVID-19 los nueve primeros puestos entre los 25 parques más visitados del mundo, así como el 60 % de sus 255 millones de entradas.

Una rica genealogía

Si bien Disneyland fue el primero en convocar decorados e imaginarios populares tomados del cine, otros parques antes que él habían demostrado el mismo gusto por un paisajismo «ilusionista», como los jardines ingleses, cuya apariencia «natural» resulta de un arte consumado del artificio. Muy cerca de Disneyland, también funcionaba desde hace varios años el parque temático y de diversión de la Knott’s Berry Farm, y se dice que Walt Disney se inspiró en parte de su concepto para crear Disneyland.

En su ambición de ofrecer entretenimiento y asombro a los visitantes, Disneyland y sus avatares son herederos también de los Tivoli que, abiertos en Francia en parques anteriormente privados y hechos públicos con la Revolución, ofrecían al pueblo diversiones hasta entonces reservadas a la aristocracia: desfiles y espectáculos, fuegos artificiales, juegos, pero también maravillas técnicas como vuelos en globo, «katchelis» (o «ruedas diabólicas») y otras «paseos aéreos» (primeras versiones de las norias o montañas rusas). En la actualidad queda todavía uno de estos Tivolis, pero está en Dinamarca. Abrió sus puertas en 1843 y conserva buena parte de su aspecto original. Es de hecho el segundo parque de atracción más antiguo del mundo (el primero es Bakken, también en Dinamarca).

La genealogía de los parques temáticos también los vincula con los panoramas (y sus primos, los dioramas), los jardines zoológicos (en particular aquellos construidos por el alemán Carl Hagenbeck), e incluso con las exposiciones coloniales —todos ellos dispositivos inmersivos propicios para viajes inmóviles y destinados a saciar la sed de exotismo de un siglo XIX europeo enamorado de la exploración y la conquista.

Abriendo una nueva era del ocio, la era industrial pronto puso sus medios al servicio de la diversión de las masas: la Revolución Industrial proporcionó tanto al público como a la tecnología los primeros parques de atracciones (como los Luna Park [1903] y Dreamland [1904] de Coney Island en Nueva York), cuando los prodigios de la tecnología no eran el propio objeto del espectáculo, como en las exposiciones universales.

La tematización

Como su nombre lo indica, son los parques «temáticos» los que, al asegurar la coherencia y el exotismo de cada uno de sus territorios, proporcionan a Disneyland el principio organizador de una industria aún por nacer —a diferencia de los simples «parques de atracciones» de entonces. Más aún, la tematización convoca un imaginario cinematográfico que identifica cada uno de los «lands» con universos de ficción canónicos: aventura, western, ciencia ficción y, por supuesto, las películas de animación del estudio.

Durante la visita, los temas sustituyen el «acá» y el «ahora» de la realidad por un «allá» imaginario, proporcionando la piedra angular de un arte de narración en el espacio: los paisajes exóticos del parque bastan de alguna manera para poner en escena al visitante en su propio papel de turista, invitándolo a recrear el guion del viaje a tierras desconocidas.

Al mantener a distancia las realidades ordinarias del día a día y estar marcado por altos muros, la separación dentro-fuera/aquí-allá confiere a la entrada al parque algo de un cruce de espejo. Naturalmente, el cruce de umbrales «mágicos» sucesivos llevará a un etnólogo a ver en los parques temáticos, con sus rituales colectivos e imaginarios feéricos, un análogo de los lugares de peregrinación y el equivalente moderno de los misterios y ritos de paso ancestrales.

Elogio del libre mercado

De todas sus dimensiones colectivas y sociales, es el carácter supuestamente disciplinador del parque el que más ha atraído la atención de los críticos —quienes lo ven como la expresión misma de la hegemonía capitalista. Lugares privilegiados de la falsa conciencia y marcadores por excelencia de la condición «posmoderna», los parques temáticos sustituirían la copia por el original para mejor engañar al visitante e incitarlo a un consumo desenfrenado.

Los parques son de hecho vehículos de grandes relatos que les otorgan una indudable tonalidad ideológica. El colonialismo constituye, en cierto modo, el correlato natural de la búsqueda de exotismo que los parques buscan satisfacer a través de paisajes supuestamente salvajes e inexplorados: selvas tropicales, el Oeste americano o el cosmos. Es un elogio del libre mercado como motor del progreso social y técnico al que se entregan los parques Disney, que borran toda huella de conflicto (incluso en Frontierland, inspirado en el género violento del Western) y presentan de la historia una visión lineal y consensuada.

Finalmente, a imagen de los suburbios residenciales de posguerra que los vieron nacer, el orden «familiar» de los parques, destinados prioritariamente a las clases medias, los convierte en los Estados Unidos tanto en transmisores de cierto conformismo social como en uno de los instrumentos de la segregación urbana, facilitado por entradas pagas y una localización periférica.

Desviaciones de conducta

Disneyland, al igual que sus predecesores, se presta sin embargo a muchas desviaciones de conducta, satisfaciendo incluso los impulsos anarquistas del público tanto como sus placeres licenciosos: ya la multitud popular de Coney Island era invitada a destrozar la porcelana de un interior burgués en un gran juego de derribo, mientras que los «túneles del amor» permitían la cercanía de los cuerpos lejos de la mirada de los acompañantes. Al igual que en el carnaval, este vuelco temporal de jerarquías y valores quizás solo sirva como «válvula de escape» al servicio del orden establecido, desactivando mediante el juego cualquier intento de protesta.

Sin embargo, lejos de ser pasivo, el público a veces frustra el guion esperado: en puestas en escena más o menos elaboradas, algunos se divierten mostrando expresiones aburridas o exhibiendo escandalosamente el pecho en las «fotos finish» que deberían sorprenderlos en medio de caídas vertiginosas.

Asimismo, el ambiente familiar y la aparente heteronormatividad de los parques Disney los designan como lugares de activismo para la visibilidad LGBTQIA+, mediante los gay days, inicialmente «salvajes» y ahora programados con el consentimiento de la empresa.